Por las orillas del río Guadarrama, afluente del Tajo, me impregno de algo de humedad. ¡Que bien viene sentir la brisa que refresca el día en esta mañana calurosa de finales de septiembre!. Paseando por estos caminos surcados de cañas y plantas invasoras, llego a la zona de las huertas. Aquí y allá los surcos verdean y a tierra arenosa se ve blanca. Estos arenales antes formaban playas donde veníamos abañarnos y pasar la tarde en verano.
Loa hortelanos, con su sabiduría, formaban vergeles alrededor de la huerta: higueras, parras, membrillos, granados. Me encuentro con un vecino que sigue plantando en el huerto. Se alegra de verme; ahora hay poca gente por aquí con quien charlar, y comentamos cómo antes todos los hortelanos plantaban por esta zona del río. Él tiene ya más de ochenta años pero cada año sigue con la cosecha.
El sol empieza a ascender y el calor ya se hace notar.
Siguiendo el curso del río, ahora me acerco a la huerta de mi abuelo. Qué buen sitio para el que busca soledad. Me siento bajo la parra a escuchar el canto de los pájaros que acuden al banquete de los frutos. Hay uvas sin recoger, quedan algunos higos y los membrillos aún no han madurado. La naturaleza sigue su curso, al margen del abandono
Huerta del abuelo:
un campo abandonado
ya sin retorno
Sombra de la parra;
el mirlo lleva en el pico
una uva